Carranza es una presencia tan importante en el fútbol de su generación, que intentar reunir todas sus virtudes en un solo punto o apelativo, es disminuirlo. El dejarle el mote de puma es restarle importancia a las muchas otras cosas o significados que el capitán de la “U” representa.
Como todos los grandes jugadores merece más que unas cuantas líneas y seguramente también, más que un único sobrenombre. Un sobrenombre podría ser suficiente si la persona fuera otra, o si el mismo Carranza no fuera lo que fue y lo que es. Un jugador que pertenece tanto a la historia como a la leyenda. Un jugador de piedra enclavado en el desierto. Como una antigua esfinge hecha no para hablar, sino para comunicar una actitud, para llevar adelante una forma de ser tan determinada y determinante.
Son las facciones pétreas de Carranza las primeras que entran en contacto con el rival. Las primeras que aguardan con perpetua atención al camino que llega hasta él. Una esfinge que es a la vez, monumento y mito en sí. Que ni antes, ni hoy, dejará pasar a uno sin que lo merezca. Y la mayoría de sus rivales no lo merecen. Y no pasan ante su grandeza.
La esfinge no dialoga y Carranza tampoco lo hace. Sólo formula una pregunta simple, hecha para ser superada, pero que no es superada. Y Carranza se detiene en medio de la portería del Nacional esperando al jugador rival. Y el jugador rival que no llega. Porque no compra los boletos. Porque dispara de lejos. Dispara desviado. Dispara fuera.
El antiguo capitán queda a solas ante el jugador del equipo contrario y se planta. Queda a contraluz del goleador histórico del clásico rival y lo que hace no es simple. No. Esperando frente a su verdugo le acepta el duelo. Parado sin un arma, él mismo realiza la cuenta para que el otro dispare. Lo que sucede entonces es lo que imaginamos, lo que nos habría gustado imaginar y ya hemos imaginado. Aquello que nos ha permitido ser mejores imaginándolo. Vemos a Carranza venciéndolo con la mirada. Algo clásico, pero que no había sucedido hasta entonces. Algo que queda para siempre. Que queda para ser contado y leído en sobriedad y en eterna ebriedad, porque su valor no disminuye, sino que coge fuerza y tinta en el camino. Carranza le muestra la cara, y la cara del puma, de nuestro puma, de la esfinge, es suficiente. Esa camiseta que muchos utilizan sin saber, es suficiente. Es suficiente siempre. A partir de allí podremos construir la más bella historia. A partir de la mirada del capitán podremos descifrar una vida. Darle coordenadas ciertas. Porque la mirada de aquel hombre simple nos ubica en un lugar bueno. Y tal vez demasiado bueno. Nos ubica allí porque su mirada es transparente. No dice ni una sola palabra de más y todo aquello que a algunos les demora una vida (me refiero al callar), lo dice sin demora. No miente entonces. No lo hace ante casi 50000 personas. No lo hace cuando se queda sólo ante su conciencia.
José Luis Carranza será siempre más que las palabras que se le exigen decir. Que las frases que uno reúne para intentar contar su historia. Será siempre más que todos aquellos escritos reunidos. Y sin embargo, en el campo de los adjetivos, se le deben aún mejores y más grandes sobrenombres. Pues una historia tan rica como la suya, basada en acciones, debe intentar ser contada en palabras también. Aquellas que pronunciaría una esfinge. Aquellas palabras justas que hacen la historia más grande aún. Aquellas que envuelven las mejores acciones. Y que pesan lo mismo. Es por eso que José Luis es grande. Por sus múltiples acciones y sus palabras justas. Por sus silencios. Un grande.
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