lunes, 26 de diciembre de 2011

Los boletos falsos

Las cercanías del estadio permanecen de pie como si estuvieran formando una barrera que se abrirá para permitir el disparo rival. Una barrera de cinco jugadores en lugar de una pared o un muro. Y el disparo pasa hasta tocar las redes. El barrio respira fútbol. Es lo que le hace vivir y también morir. Es tanto así. Tanto lo destruido como lo construido en las barreras que se levantan. Es tanto el espasmo en espera del siguiente golpe como la tranquilidad luego del combate. Aún se pelea en Matute, aún se lucha en todo el Perú.
El barrio bulle de vida desde temprano. Bulle de una vida que es transferida desde otros distritos. Transferida a la mala y sin tal vez haberla pedido, tal como las transfusiones en los hospitales del Estado. Vive hoy para morir mañana. Los revendedores llegan antes o se hacen notar antes que los demás. Ofrecen con descaro su mercancía. No sonríen. El peruano desconfía del vendedor feliz. Reniega con él. Un hombre acaba de abrir su mano con algunos billetes y antes de entregar el dinero por el boleto, mira al “reveca” una vez más…no sonrías…no sonrías que aquí no hay foto, solo los taimados zorros sonríen, no seas uno de ellos, aunque lo seas.

Las casas en las cercanías reciben a los recién llegados con la mueca disconforme de los que han vivido esto antes. Los reciben con el fastidio de saber que los revendedores y vendedores son solo la primera tribu de todos los clanes futboleros que llegarán hoy a sus esquinas. Simpatizantes, hinchas, barristas, pandilleros y delincuentes. Lo mejor y lo peor. El fútbol no hace distingos. La policía también llega luego. Como iba diciendo, lo mejor y lo peor.

Los inquilinos y dueños de las casas desde ventanas y azoteas mascan la impotencia de ver todo su barrio convertido en paso de ejércitos que no son el suyo. De ver una guerra que no es la suya. Claro que son hinchas, pero hasta allí nomás. Nunca desearon vivir en la Luna y mostrarse en paisajes lunares; nunca buscaron que sus casas fueran destruidas por el proyectil lanzado desde la calle, por el graffiti y la mano de pintura que nadie quiso. Apellidos enteros y muchas historias que contar lucen esas paredes, pero todas ellas imposibles de ser leídas por los garabatos que las cubren.

Ninguno de los vecinos se esfuerza en limpiar las calles llenas de polvo y restos. Ni uno solo echa el balde y saca la escoba vieja para barrer. Es inútil hacerlo con tanta manada y jauría suelta en los alrededores. Las estampidas y la calma pueden llegar en cualquier momento y pueden irse en el siguiente instante. Ocurre así cuando el control de una masa se hace con la irresponsabilidad de la benemérita.
Nadie respeta a la policía y ella no respeta a nadie. Todos los que están aquí, en los alrededores del estadio, odian al verde. Incluso cuando sonríen, inspiran el odio de la persona común, de los dueños de las casas y de los demás vecinos. Y ellos continúan en aquello, como si con ellos no fuera. Como si trataran de venderte algo que no deseas comprar.
A la policía se le respeta. Y eso es solo una mentira en la sonrisa del revendedor de verde. Y aquí nadie les dice que no sonrían. Aquí nadie les da recomendaciones. Porque aquí nadie los respeta, ni les compra esos boletos falsos.


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